viernes, 11 de septiembre de 2020

Robar un banco

Todas las mañanas antes de ir a la escuela eran una batalla sin cuartel con mi vieja. El colegio era un terreno hostil para un flaquito callado y cabezón como yo y la palabra bullying no estaba tan de moda como para pensar que las piñas que me comia en más de un recreo eran un verdadero problema. Mas de una vez terminaba enterrado en un tacho de basura o descalzo, porque me sacaban las zapatillas y me las escondian. La cuestión es que en el patio de recreo no jugaba. Me escapaba.

Mamá, que en esa época laburaba hasta largas horas de la noche, tenía un solo momento para estar conmigo; unos cuarenta minutos de un despertar angustioso en el que yo me resistía con uñas y dientes a todo lo que me pusieran delante: desayuno, ropa, mochila, peine, campera. No quería nada. Solamente la salvación de quedarme en casa. Finalmente, cuando lograba sacarme a la calle después de un agotador tironeo de ambos bandos, caminabamos cansados y callados las cuatro cuadras hasta llegar a mi escuela, en San Juan y La Plata.   

No sé bien cómo ni porqué, pero un día mi vieja se rebeló al silencio de esas caminatas. Iriamos cruzando la calle Treinta y tres Orientales cuando se detuvo, me miró y me dijo: "Preparate. Vamos a robar un banco". Caminamos entonces hasta llegar a la esquina de Muñiz. Ahí nos esperaba la sucursal del banco Supervielle. Mamá entonces miró hacia arriba y señalandome una ventana en un cuarto piso me dijo: "Dispará tu soga". Entendí de inmediato lo que me pedía. "¿Como la de Batman?" le pregunté yo. "Claro" dijo ella, dando por sentado que yo sabía lo que tenía que hacer. Entonces, apunté con mis dedos al cuarto piso imaginando que una soga con un ancla se disparaba y se enganchaba en el balcón, permitiendonos escalar el edificio tal y como lo hacía el Batman sesentoso de Adam West. 

Supongo que cualquiera que mirara la escena desde afuera no debia entender mucho. Una mujer y un nene de seis años parados en una esquina, mirando hacia arriba, saltando y gritando a las siete y veinte de la mañana. Pero nosotros en ese momento ya no estabamos ahí. 

Desde ese día y durante varios años, todos los días robabamos el banco de San Juan y Muñiz. Y si bien yo seguía odiando ir al colegio, me levantaba a la mañana con más fuerzas. Con más ganas. Con el tiempo, le fuí perdiendo el miedo al patio de recreo. Con el tiempo aprendí a jugar todos los días un póco mas. A veces solo. Otras acompañado. 

La extraño todos los días en un rincón distinto, es cierto. Pero elijo no dejarme ganar por la melánco. Prefiero compartirles esto que no es otra cosa que un momento que me repito día a día cuando el mundo se pone un poco parco: a veces, hay que darse el tiempo de frenar en una esquina y robarse un banco.

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