Se daba descanso en un soponcio ausente. Jugaba a callar su desconfío y arremetía un opaco asentimiento ocultando el fuego de su codicia bajo una mascara descascarada de modestia:
El, un hombre manso, de modales correctos y palabras certeras, sobrevivía las conversaciones con sutil prestancia. Nunca arriesgaba una condena. En el fragor de cada batalla cotidiana, elegía evitar las asperezas.
Así fue como un día, su cuerpo en descanso, se vio sorprendido por una pasión. En un principio, quiso domarla y la encausó con frases hechas y corbatas de ocasión.
Pero la sangre, fiel condena del escarnio, jugó con sus horarios y le burbujeó su espesura.
Entonces el tibio, con su agenda despeinada, quiso bancar la parada y decidió una postura. Sin compromiso ni holgura, evito desangrarse y levitó su razón en fresca postura desinteresada.
La pasión entonces le largó una carcajada y nunca mas volvió.
Allí pasa las horas el pobre tibio, en una esquina desmadrada,
como un paria desdentado,
como una caña sin carnada,
soñando con que algún día haga uso de su horario
una canción que lo saque del calvario.
Envuelto en un silencio que lo llama